Santa Teresa y los rezos que sostienen el mundo

Mijail Miranda Zapata

Se quita el sombrero y lo voltea sobre su mano izquierda. Extiende los brazos y en un gesto de reverencia entrega su rostro al cielo. Sus ojos cegados por las cataratas se encienden y miran de cerca, como nadie, el rostro de Dios. Ella es su propia religión, erige su templo sobre su propio cuerpo y se yergue para clamar, una vez más, que todo se lo debe a él, su padre, su esposo, su hermano: Dios.

En esa posición, con el cuello hiperextendido, la fascies anhelante en las puertas del cielo y el aplomo de un chamán en trance, parece una versión femenina y altiplánica del San Jerónimo Suplicante de Caravaggio. Una pintura imposible de imaginar a media cuadra de la plaza España, en La Paz, Bolivia. Pero ahí está, de pie, a lado de un cajero automático, recibiendo las monedas que su “Papito” le envía.

Forma parte de un 10% de la población boliviana condenada a la desidia de los más jóvenes. Según estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), Bolivia tiene alrededor de un millón de adultos mayores de 60 años, de cuya cifra un poco más de 50% se trata de mujeres. Entre ellas, muchas solitarias y abandonadas. Entre ellas, Teresa, hija de Dios, ungida por Dios.

Como tocada por la gracia divina, en un gesto de consagración, eleva la voz y dice:

“como nuestro Señor, yo he resucitado”.

Hace siete años Teresa sufrió un accidente del que apenas rememora el lugar. Le contaron que sacaron su cuerpo hecho añicos entre ruedas y motores. Ella no lo recuerda. Solo sabe que despertó en una clínica, después de haber tocado las puertas del paraíso.

De niña vivió en la casa de Pedro Domingo Murillo, en la mítica calle Jaén. Aún conserva en su voz y sus gestos el misterio que seguro sembró en ella ese hogar infantil lleno de leyendas. En ese lugar caído del tiempo, en el silencio de su orfandad, también debió incubar la introspección que ahora le permite comunicarse directamente con Dios, todos los días, siempre a las tres de la madrugada.

Como seguramente sucedió a lo largo de su vida, eleva su plegaria en soledad. Ella no se olvida de los enfermos en los hospitales, ni de las personas que le regalan monedas o incluso aquellos que la ignoran. Teresa tiene un cometido más allá de nuestro corto entendimiento. Sus rezos sostienen el mundo, postergan la catástrofe, aplacan los dolores, curan las enfermedades. A pesar de que la hemos olvidado y despreciado, como a los otros 995 mil ancianos bolivianos, Teresa se mantiene incólume en su misión.

Teresa se acerca a los 80 y a pesar de su cuerpo atravesado violentamente por prótesis de platino y el implacable paso del tiempo, se sostiene firme y orgullosa, apenas abrigada por una delgada chompa de lana y una bufanda corta, como aquellos que han visto a la muerte a los ojos.

No asiste a ninguna iglesia, no lo necesita. Dice que tampoco cree en la ayuda de los canales de televisión o de los Ministerios. “He andado por todas partes. Me van a disculpar, pero creo que la gente solo pide para ellos mismos”, denuncia, sin rencores, sin odio.

“Yo solo confío en mi papito, él me cuida, él nunca me abandona, él me manda lo que necesito”, repite una y otra vez.

Pero, a pesar de todo, es afortunada, tiene a Dios de su lado. O al menos eso cree ella. No sucede lo mismo con la mitad de la población de los adultos mayores, que, según un informe del Centro de Orientación Socio Legal para Adultos Mayores (Coslam), sufre diversos tipos de violencia: desde la falta de atención familiar, pasando por maltratos físicos y psicológicos, hasta el despojo de sus bienes.

Lo que Teresa necesita, a la vista de cualquiera, parece ser poco. Pero, para su cuerpo menguado en fuerzas, mas no en ánimos, es una hazaña subsistir en un mundo en el que los viejos, más aún si son pobres, están solos –como Teresa que nunca tuvo esposo o hijos-, o enfermos, son material de desecho.

Lo sabe bien Teresa. “Solo buscan jovencitos, jovencitas, ¿quién va a querer un viejo?”, dice mientras evoca los tiempos en los que era la “especialista” en cocina de pensiones y restoranes. Lo repite y aclara con orgullo: especialista. Ella tenía a su mando a una tropa de ayudantes que marchaban según el dictado de su sazón.

Pero estos ya solo son recuerdos con los que no puede pagar la luz, el agua, ni el alquiler de su “techo”. Por eso espera la colaboración de los ocasionales transeúntes, según ella, enviados por su papá Dios, con alguna moneda, algún café caliente, algún pedazo de pan. Con el dinero que recibe en las calles y su Renta Dignidad, Teresa consigue apenas saldar sus cuentas mes a mes.

A pesar de su edad y sus limitaciones físicas, dice que su casero sería “capaz de sacarle hasta los ojos” en alquileres. “Así son los dueños de casa”, se lamenta. Ni pensar en ropa nueva, en una buena comida, en tratamientos médicos.

Al momento de decirlo, Teresa, como 8 de cada 10 ancianos, según reporte de Página Siete, no conoce que existen leyes que la asisten y algunos pocos beneficios de los cuales podría gozar.

La Ley 369 General de las Personas Adultas Mayores, la Ley 3791 de la Renta Universal de Vejez, la Ley 1886, que crea un régimen de descuentos y privilegios para el sector, y la Ley 3323 del Seguro de Salud para el Adulto Mayor (SSPAM), son una letanía burocrática que ella ignora y que quizás poco o nada cambiarían su vida.

En su soledad, a las tres de la mañana, bajo un techo humilde y paredes descascaradas, ella se mantiene fiel a sí misma, a su “papá Dios”, y renuncia a las minucias del mundo. Un acto de fe como consuelo a sus miserias. “Más que los cristianos, pido por todos”, reivindica su labor sobre esta tierra. Teresa, con sus oraciones, le regala al mundo mucho más que cualquiera de nosotros.

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