Las desprotegidas
Yolanda Salazar
Daniela (nombre ficticio) recuerda aquel día con tanta lucidez como si hubiera pasado ayer. Era febrero de 2017, salió de clases de una universidad de la ciudad de La Paz, revisó el dinero de sus bolsillos y se dio cuenta que sólo le alcanzaba para volver a su casa en micro. En una esquina, esperó que llegue un bus que la llevara hasta Tembladerani.
Después de unos minutos, subió a un bus conglomerado de gente donde se hizo un espacio para agarrarse de la baranda y llegar hasta su parada. Detrás de ella se paró un hombre, comenzó a rozar su cuerpo y a acercarce, cada instante más.
Daniela se congeló, no dijo nada por temor a la reacción del hombre, por miedo a que se agravara la situación y a que termine en una persecución, a que su brusquedad desencadenara una violación o incluso su muerte.
Bajó la cabeza y trató de ignorar el falo erecto detrás de ella que se restregaba más y más a su cuerpo. La gente se dio cuenta de la situación, pero nadie reaccionó: todos espectadores complacientes de aquella escena.
“Fue el camino más largo hasta mi casa porque en cada curva, bache, parada y subida perdía un poco más de mi dignidad”, confiesa la joven de 21 años.
Trataba de hacerse espacio hacia otro lado del bus para salir de esa situación, pero la cantidad de gente parada no se lo permitía. “Sentía miedo y asco. No podía darme la vuelta para confrontarlo y tampoco bajarme porque no tenía más dinero”, recuerda.
Al salir del micro se dio la vuelta para ver la cara de su acosador: un tipo de más de 40 años de cabello oscuro con una camisa celeste quien, en descarada respuesta, le devolvió la mirada y le sonrió, jactándose de su insolencia.
Daniela corrió las dos cuadras hasta su casa, cerró la puerta y lloró, porque había sufrido en carne viva toda la impotencia de quien padece sin poder decir ni hacer nada. En silencio se secó las lágrimas y subió las gradas para saludar a sus padres como si nada hubiera pasado.
“Sentía mucha vergüenza, me sentía culpable porque no me hice respetar, pero tenía miedo y no dije nada por temor a la reacción de mis padres… tal vez me reñían por no hacer nada”, comenta.
Ese mismo día botó a la basura el pantalón negro que llevaba puesto porque sólo el hecho de verlo le rememoraba esa situación y todos esos sentimientos. Además, decidió tajantemente que no volvería a subirse en un micro para evitar otro acoso.
El caso de Daniela es uno de los miles de testimonios de acoso que suceden en las calles y en el transporte público en Bolivia. El Observatorio Contra el Acoso Callejero (OCAC) en Bolivia recopiló en un año, entre 2014 y 2015, al menos 17.000 testimonios de mujeres que han vivido este ultraje en el país, según un reporte del periódico Opinión.
De acuerdo a una encuesta realizada en 2016 en Bolivia, el 94% de la 1.169 mujeres entrevistadas sostuvo que fue acosada sexualmente en la calle y el 38% que sufría esta situación desde sus 13 años.
Estas cifras demostraron la urgencia y la necesidad de proponer normativas en el país para que los silbidos, piropos, roces, manoseos en la calle sean sancionados y que este tipo de violencia infligido a miles mujeres deje de ser normalizado.
Aprender a defenderse
Es así que mujeres como Daniela decidieron aprender a defenderse y a reaccionar frente al acoso callejero llevando en sus carteras tijeras, gas pimienta o estiletes. Con el mismo propósito, instituciones civiles ofrecen cursos de defensa personal exclusivamente para mujeres, para enseñar técnicas que puedan utilizar para enfrentar el acoso sexual.
“Yo me siento desprotegida, no sé si estos casos se pueden denunciar, pero yo creo que entre todas las que nos sentimos igual, hemos visto maneras de cuidarnos entre sí”, señala Daniela.
Ahora la joven enseña a muchas de sus amigas a utilizar gas pimienta y otras técnicas que aprendió gracias al krav magá, el sistema de defensa personal de las Fuerzas de Defensa y Seguridad israelíes, para que aprendan a reaccionar frente a un acoso sexual.
“Una entiende la importancia de aprender a defenderse después de que se ha visto totalmente vulnerable e indefensa”, sostiene.
Un paso adelante y dos atrás
En 2016 la diputada de Unidad Demócrata (UD) Shirley Franco propuso un proyecto de ley que sanciona esta clase de violencia que afecta a niñas, adolescentes y mujeres.
“El proyecto de ley surge como una respuesta ante un vacío legal en el andamiaje normativo del país con el propósito de visibilizar las distintas facetas del acoso callejero, los mecanismos de violencia que se emplean, las justificaciones que hacen convencional estas agresiones para prevenir y sancionar esta conducta, pero sobre todo de modificar aquel comportamiento social que debe ser censurado”, señaló Franco en una carta dirigida a la Asamblea Legislativa para abogar su proyecto.
El acoso callejero se incorporó en el Artículo 312 del Nuevo Código Penal, así formulado: “La persona que, en lugar público, ejerza acoso callejero en contra de otra, consistente en gestos obscenos, insultos sexistas, frases o comentarios o insinuaciones alusivas al cuerpo o al acto sexual, que resulten humillantes, hostiles, obscenas u ofensivas a la víctima, será sancionado con prestación de trabajo de utilidad y prohibición de concurrir a ciertos lugares o acercarse a la víctima”.
El código fue promulgado en 2017 y desencadenó marchas y protestas de los profesionales de salud, así como de distintos sectores, que consideran que uno de los artículos de esta norma penaliza su labor.
Tras la presión, en enero de este año el presidente de Bolivia Evo Morales decidió anular la reforma.
Así, a pesar de la realidad, a pesar de las repercusiones que este problema ocasiona en nuestra juventud, a pesar de que países como Argentina, Perú y Chile aprobaron leyes que protegen a las mujeres del acoso callejero, el Gobierno boliviano continúa desprotegiendo a las miles de mujeres que deben enfrentar, a diario, este tipo de violencia.