Fondo Concursable para la investigación periodística
La Fundación para el Periodismo, con el apoyo de Solidar Suiza, publicó por tercer año consecutivo la separata “Prioridad” que este año abordó la temática del empleo/desempleo en casos de mujeres y madres jóvenes. El objetivo de este programa es visibilizar en los medios de comunicación impresa la situación laboral, social y económica de ese segmento de la población, reflejando la problemática de conseguir un empleo digno cuando se es joven, mujer y madre.
De las postulaciones de todo el país, fueron seleccionadas las propuestas de periodistas de La Paz, Cochabamba, Oruro y Tarija.
A partir de este lunes 05 de diciembre, presentaremos los 16 reportajes que son parte de la separata “Prioridad” publicada con el periódico Página Siete, el martes 29 de noviembre de 2016.
Karen Gil
Aquella tarde de jueves de octubre de 2014, Daniela tenía que decidir si huía o si ingresaba a la cárcel. Ya había permanecido en detención domiciliaria 11 años y medio, y hacía unas semanas que se la había sentenciado a 20 años, medida que no fue apelada por su abogado. La idea de huir le ocupó los días anteriores pero también la de que si ingresaba a la cárcel, tras unos meses, se le convalidaría su medida cautelar y podía ser favorecida por el indulto. El instante en que se inclinó por la cárcel no se imaginaba que su estadía duraría un año, que su vida tendría muchos cambios y que al salir encontrar un trabajo sería un problema.
“Ha sido un acto suicida entregarme, no sé en qué estaría pensando. Si ahora me dices entra a la cárcel o alguien me pregunta, “yo le digo ándate a jalar’”, reflexiona tras beber un sorbo de té que la mesera trajo hace unos minutos.
Estamos en el café La Virgen de los Deseos del colectivo Mujeres Creando, en la avenida 20 de Octubre de La Paz. Son las cinco de la tarde de un martes de julio de 2016. Pasaron nueve meses desde que salió libre gracias al indulto, que llegó tarde. Daniela es delgada, tiene la piel clara y el cabello corto. No aparenta los 29 años que tiene sino mucho menos. Su arete en el lado derecho de la nariz hace un juego perfecto con su lunar en la mejilla izquierda. La delgadez de su polera blanca con mangas largas deja ver el tatuaje que le cubre el brazo.
Mientras parte con una cucharilla un pedazo del pastel habla con mucha soltura sobre sus días en el Centro Penitenciario Femenino de Miraflores de La Paz, penal de máxima seguridad, en el que fue recluida por el homicidio culposo de su ex novio, quien falleció cuando ella tenía 16 años y él 19, tras ser apuñalado por el que en esa época era su pareja.
Según datos de la Dirección General de Régimen Penitenciario (DGRP), en el país hay 1.157 mujeres en centros penitenciarios. La cantidad de mujeres en cárceles es una de las tasas más altas en América Latina, alcanza el 6% que supera en un punto al promedio mundial, según informó hace unas semanas el representante de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito en Bolivia (UNODC), Antonino De Leo.
El investigador José Manuel Pacheco, en su libro ¿Ángeles o demonios o personas?, explica que para las personas privadas de libertad se reinserten a la sociedad este proceso debe comenzar cuando están en las cárceles, ya sea como medida preventiva o sentenciadas. Para él, los elementos determinantes en la reinserción son educación, trabajo y salud durante el tiempo que están recluidas.
Daniela pasó casi media vida entre estar arrestada en su casa y la cárcel. Debido al tipo de medida cautelar que se le dio, en los 11 años y medio de arresto domiciliario no tuvo la posibilidad de salir a estudiar, menos a trabajar. Continuó sus estudios con la modalidad a distancia, de esa forma salió bachiller y también así cursó tres años de Antropología en una universidad privada.
Cuando Daniela entró a la cárcel de Miraflores tenía 27 años. Desde los primeros días, además de cumplir con sus labores diarias —que todas las privadas de libertad deben realizar—, para ganar dinero, pues “allí dentro se necesita mucho”, leía el tarot a sus compañeras; a los pocos meses trabajó como ayudante de lavandería y luego como administradora.
Esas actividades le sirvieron no solo para obtener ingresos sino para mantener la mente ocupada y no desesperarse por el encierro, aunque sabía que no le servirían para llenar la casilla de experiencia laboral en su currículum cuando buscara trabajo afuera.
Y ¿AHORA QUÉ?
Da, como le gusta que la llamen, salió de la cárcel la tarde del nueve de octubre de 2015 con 46 kilos y menos cabellos, que le robó la depresión. Ni bien quedó en libertad fue con sus papás, su hermana y su novia de entonces a tomar un café con pasteles en un restaurante de El Prado. Pasaron alrededor de 12 años para que camine nuevamente por el centro paceño.
El primer mes libre fue mucho más complicado de lo que esperaba. En ese tiempo terminó definitivamente su relación de tres años con su pareja, con quien vivía desde su salida de “Miraflores”. Luego de su ruptura retornó a la casa de sus padres.
A modo de intentar adaptarse a su nueva vida, que a ella le parecía aún extraña, ganaba algunos pesos por leer el tarot a sus amigas, algunos parientes y personas que la contactaban por Facebook. Por lectura ganaba entre 70 y 100 bolivianos, monto destinado a sus gastos personales. Por ese entonces, aún no se animaba a buscar trabajo formalmente porque necesitaba asumir y disfrutar su libertad tan añorada.
Tras unas semanas, su amiga Lise (nombre cambiado) le propuso que la asista en una investigación para su tesis doctoral sobre la seguridad alimentaria en el Chaco boliviano.
Aceptó el empleo pese a que el sueldo mensual era de 1.400 bolivianos, monto menor al salario mínimo nacional, y que no se trataba de un trabajo fijo, pues solo viajaría a poblaciones rurales de Santa Cruz algunos meses no consecutivos. Según el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), el 65% de los jóvenes acceden a trabajos con ingresos mínimos a la canasta alimentaria y el 31,5% están en empleos temporales.
Pacheco explica que la mayoría de las personas que salen de la cárcel se emplean en trabajos informales principalmente porque una gran parte no cuenta con formación técnica o académica y experiencia laboral.
Pese a todo, Daniela inició su trabajo las primeras semanas de enero de este año. Estaba feliz porque éste involucraba viajar, una de las cosas que ama desde pequeña. Además significaba una oportunidad para obtener experiencia en antropología.
Llegó a Yateirenda, una comunidad del Chaco de Santa Cruz que la recibió con 44 grados de temperatura y la amabilidad de los indígenas guaraníes. El viaje, el trabajo y el calor fueron una verdadera cura para Daniela, allí subió unos cuantos kilos.
A los pocos meses gracias al trabajo realizado anteriormente, consiguió una consultoría temporal en una institución que trabaja en el Chaco temas de seguridad alimentaria, la cual la contrató para levantar encuestas durante unos meses por poco más de 4.800 bolivianos, de los cuales hasta ahora aún no recibió el primer pago del 20%.
Y ¿MI IDENTIDAD?
El estigma con que los ve la sociedad es uno de los obstáculos con que los que se encuentran los jóvenes cuando salen de la cárcel y quieren reinsertarse a la sociedad. “La gente no confía en ellos porque considera que si una vez cometieron un delito pueden volver a hacerlo”, explica Paola Toncich, la responsable de Centro Volontari Cooperazione allo Sviluppo (CVCS), única entidad en La Paz que trabaja en la reinserción social de jóvenes con pasado penitenciario.
Ese prejuicio tiene que ver con la mirada punitiva de la sociedad que se evidencia, por ejemplo, con la propuesta de reforma con la que concluyó la “Cumbre Nacional de Justicia Plural para vivir bien” —realizada en junio de este año y organizada por el Gobierno—: incorporar la cadena perpetua a violadores en el Código Penal. “Eso es claramente un reflejo de la sociedad, vamos a verlos a todos como delincuentes que no tienen salida”, dice la experta.
Para evitar ser estigmatizadas muchas de las ex privadas de libertad prefieren ocultar su pasado carcelario en todos los ámbitos en los que se desenvuelven: estudios, nuevas amistades y, principalmente, fuentes de empleo.
Éste es el caso de Daniela, quien cree que esa información pueda perjudicarla en su trabajo, siente que las personas con quienes se relacionan ya no la tratarán de la misma forma. Por eso, en la institución con la que trabaja actualmente desconoce su pasado carcelario y, en su momento, no contradijo la versión de Lise, quien le contactó con la ONG y explicó a sus directores que Daniela conoce muy bien la cárcel porque hizo una investigación allí.
Esa situación la incomoda, no le gusta la idea de negar la cárcel porque es parte de su identidad, de lo que ahora es ella, al igual que ser mujer, al igual que ser lesbiana. Pero siente que a veces no hay otra opción.
Ése es uno de los pocos temas en los que su voz y postura cambian. Se lleva el poco pelo que tiene hacia atrás, saca una cajetilla de metal, la abre y de su interior extrae uno de sus cinco cigarrillos preparados con tabaco puro. Lleva uno a los labios y lo enciende con unos cerillos que la mesera trajo hace unos instantes.
“Qué jodido haber elegido un trabajo donde tenga que callar dos cosas tan fundamentales”, dice —refiriéndose a su orientación sexual y a sus años encerrada— mientras exhala el humo a un lado de la mesa.
Aplasta el resto del cigarro en el cenicero, guarda sus cosas, se despide y se va. Tiene que ir a su casa a terminar de sistematizar sus encuestas y así preparar el informe. Le quedan pocas semanas en La Paz, pues a finales de este mes debe volver a trabajar al Chaco cruceño, lugar que disfruta plenamente y donde espera no ser cuestionada por su pasado.