Salud
Vida, pasión, muerte y resurrección de mujeres con cáncer del útero
Historias de derrota y triunfo frente al cáncer de útero. Una enfermedad prevenible que está matando a mujeres de todo el país.
Juan Carlos Enríquez Sanabria
Retrato de Lucía, muerta en la masacre del cáncer del útero
Lucía, cerró por última vez sus enormes ojos la noche del 9 de abril de 2017. A esa hora se acabaron los espantosos dolores del vientre que la torturaban de manera permanente.
Sus labios, su rostro y su cuerpo, pálidos, reducidos a una delgadez extrema ya no se retorcían más en la ancha cama de la que no se había levantado en las últimas ocho semanas. Se abandonó en los brazos de la muerte, durante la noche, en su pequeña habitación de la casa número 197, en la zona número 2 de Llallagua, Norte Potosí. Horas antes había llegado su suegra a quién encargó a sus dos pequeñas hijas. Días antes se había confesado con el sacerdote.
Junto a varias cocineras, era comandante de cocina, líder de ollas, sabores y buenos olores. Su preocupación mayor fue cocinar para más de 600 estudiantes durante 10 meses de cada año en la Universidad Nacional Siglo XX, Norte Potosí.
Terminaba el año 2014 y Lucía estaba a pocas semanas de parir a su quinto hijo, una niña tan hermosa como ella. El médico Arturo Ramírez le avisó que tenía cáncer en el cuello del útero, muy adentro de la vagina, allí donde todos hemos tenido el primer chispazo de vida, atados por un cordón umbilical al cuerpo de nuestras madres.
Le venían hemorragias y secreciones desde la vagina. Venciendo sus miedos acudió a médicos de Llallagua, Oruro y Cochabamba. Sus hijos, la necesidad de llevar el pan a casa, la aspiración de tener una familia feliz y el amor por ella misma la empujaron a buscar una salida a ese tormento.
Con ayuda del seguro médico universitario se sometió a la biopsia para verificar el cáncer, a la radioterapia para disminuir el tamaño del tumor, a la quimioterapia para eliminar las células cancerígenas y a una cirugía final. Año y medio antes de su partida y casi contra su voluntad dejó el comedor de la Universidad donde trabajaba. El cáncer avanzado había destrozado su energía. Su esposo, Bernardino Jarjuri Mamani, la reemplazó en el cargo.
Lucía Samacuri Hinojosa, hija de Dionisio SamacuriJanq´o y Sinforosa Hinojosa Serrato, nació en la comunidad de Cuisahuana, cantón Moscarí del municipio de San Pedro, Norte Potosí, el 23 de octubre de 1980. Allí, antes de la fundación de Bolivia, se asentaron españoles y sus hijos criollos, exiliados por el intenso frío del altiplano. Refugiados en esos valles, fundaron haciendas y “tomaron” a algunas mujeres de las comunidades. Quienes visitan ese lugar comentan que hay muchas mujeres y niños de ojos azules, “bien blancones y lindos”.
Ch´askañawi, de ojos grandes y hermosos, de pestañas largas, “blanconita”, de abundante cabellera peinada en trenzas, rostro redondo y risueño; de un metro y 55 centímetros de altura, con polleras anchas, cayendo desde sus caderas, pero dejando ver sus suaves y atractivos t´usus o pantorrillas, así pintan el retrato de Lucía quienes la conocieron. Se comunicaba en castellano y quechua una de las dos lenguas maternas de comunarios del Norte Potosí. Desde San Pedro se trasladó a Llallagua buscando trabajo para “mejorar su vida” a principios de este siglo XXI.
Sentada en el sofá de su pequeña oficina y preocupada Maribel Urquieta Martínez, trabajadora social de la Universidad Nacional Siglo XX la recuerda con lágrimas que inundan sus ojos sin derramarse por completo: “Parecía que nunca estaba consciente de que podía morir con el cáncer (…) nunca se había hecho el Papanicolau”. La misma impresión tiene Tito Poma, exgerente del seguro médico universitario. “No había seguido a cabalidad el tratamiento”. Ambos señalan que en el momento decisivo cuando quisieron extirparle el útero para salvarla, ella obedeció a su esposo que “no quería la operación”. En 2016 le abrieron el vientre, ya no había remedio, el cáncer había invadido sus otros órganos.
Lucía cargó a la tumba muchas verdades. ¿Nadie le dijo que era importante hacerse la prueba de Papanicolau? ¿El miedo al Papanicolau era más grande que el amor a ella misma y a sus hijos? Esta prueba sirve para conocer si el virus del papiloma humano causante del cáncer en el cuello del útero ha provocado lesiones cancerosas en esa parte del cuerpo.
En la comunidad de donde ella procede hay miedo a hablar de los órganos genitales, de la vagina y del pene. Hay resistencia a enseñar la menstruación, vergüenza y pavor a que aún el médico revise las partes íntimas. Hablar de placer y deseo sexual es prohibido entre mujeres según el comunicador Félix Tórrez Miranda, experto en talleres en comunidades del Norte Potosí.
Quedan Bernardino y cinco hijos
A las 8 de la mañana de cualquier día, Bernardino Jarjuri está ajetreado. Terminó estudios en Pedagogía. Está a punto de concluir la carrera de Contabilidad. El tiempo no le alcanza, ahora es papá y mamá de dos niñas. Moreno, alto, enfundado en un pantalón negro, una chompa de cuello levantado y un sacón del mismo color que le llega hasta las rodillas, cambia de ropa a sus dos pequeñas; les sirve el té, lava sus caritas, limpia los mocos de una de ellas afectada por la gripe. Está presionado por la hora de llevarlas a la guardería. Más tarde deberá ir a la Universidad a cumplir su labor de portero.
“Puedo demostrar que se ha hecho el Papanicolau”, dice en un castellano impregnado de quechua. “Han arruinado su riñón con la quimioterapia”, prosigue recordando a su esposa Lucía. “No me han dicho bien clarito lo que tenía, yo he dicho siempre que puede operarse”, remata a oídos del reportero de Radio PIO XII. “Sus ojitos de ellita son igualitos que su mamá”, dice apuntando a la mayor de sus hijas. Ellas bañadas, comidas y con buen semblante salen a la calle con el papá, a continuar la vida.
La preocupación mayor de Lucía eran sus hijos; en especial los tres primeros, un varón y dos niñas a quienes tuvo que entregar a su primera pareja el año 2012. Esa relación terminó por la violencia e incomprensión, según Maribel Urquieta, trabajadora social de la Universidad Nacional Siglo XX. Por ellos, Lucía había prometido no morirse, no al menos ahora. Con Bernardino, su actual pareja, tuvo dos niñas, una de tres y otra que acaba de cumplir dos años.
María Cristina Aguirre, la vecina que ingresaba dos veces a la semana al cuarto de Lucía llevándole atención y ayuda, le reclamó muchas veces “por qué has entregado a tus hijitos”. No dormía tranquila por el recuerdo de haber “dejado” a sus tres primeros hijos con su primera pareja. Y esa ¿“habría” tenido que ser la confesión que dio al sacerdote, pidiendo perdón, antes de su muerte?
El 9 de abril Lucía entendió que iba a morir. Había dejado de comer. Aún el estar dormida le provocaba cansancio, no tenía fuerzas para acariciar a sus dos pequeñas y se apagaba el recuerdo de sus tres primeros hijos. El dolor dominaba su vida. En los libros de ingreso al cementerio de Llallagua está la fotocopia de su carnet de identidad, parece el rostro de un varón de cabello escaso e hirsuto. El registro indica que está enterrada entre más de 10 mil muertos.
Según la ministra de Salud, Ariana Campero, 800 de cada 2.000 mujeres que contrajeron el cáncer en el cuello del útero tendrán el mismo destino de Lucía. Potosí tiene 823 mil habitantes, más de la mitad son mujeres. Carlos Dávila, responsable del programa del cáncer cérvico uterino en Potosí asegura que aún 65 de cada 100 mil mujeres mueren por este mal en el departamento… ¡Una masacre!
A Teresa el cáncer la mató una vez pero ella resucitó.
El tumor crecía en su vientre, no la dejaba dormir, ahuyentaba sus escasos sueños y la envolvía en desvelos permanentes. Sus partes íntimas vomitaban sangre y los dolores allí abajo a veces eran espantosos. Teresa, de 40 años, madre soltera de cuatro hijos y con una fortaleza a prueba de muerte se “quebró” el año 2016 cuando el médico le dijo que tenía cáncer en el cuello del útero.
“Me he descuidado y me ha dado el cáncer”, dice cuando relata esa parte íntima de su vida que no puede olvidar. Su miedo al cáncer era inmenso porque tres años antes una enfermera murió a una cuadra y media de su casa. Pocos días atrás una vendedora de macitas y rellenos, a tres cuadras de su vivienda, había perdido la batalla contra ese mal y en ese momento Lucía, su vecina, delgada, deprimida y encamada estaba rindiéndose ante ese monstruo.
La muerte no la dejaba en paz hasta en sus más secretos pensamientos, al dormirse, al levantarse en la madrugada y al mirarse el vientre en el espejo queriendo reconocer qué estaba ocurriendo allí adentro.
Al principio tuvo miedo de tomarse el Papanicolau para protegerse del virus del papiloma humano causante de este cáncer, pero la larga lista de muertes ocurridas en los últimos ocho años anteriores al 2016, la de María en la calle Linares, Maura en la Primero de Mayo, la señora López en Catavi, a dos kilómetros de su casa, la empujaron a ir al médico para aplicarse la prueba.
La segunda vez tuvo menos miedo, y en la tercera el miedo casi había desaparecido. Sin embargo, un año de descuido y sin prueba de Papanicolau fue suficiente para que el virus le nazca en el vientre. El cáncer la había atrapado cuando menos se lo esperaba, crecía y podría terminar matándola.
Cuando Teresa sangró durante un mes, antes que le dieran la mala noticia, pensó que era una menstruación anormal y que todo pasaría. Como la “hemorragia” no paraba, se armó de valor y fue al médico. ¡Tenía cáncer!
Uncieña de nacimiento, llallagueña de residencia, prefiere no decir su nombre completo, ella derrotó al cáncer del útero. Con su cabellera cortada en melena, su cabeza enfundada en ch´ulo o gorra de lana, con su metro cincuenta y cinco de estatura, de andar pausado, una amabilidad que derrite a cualquier persona y un rostro que pocas veces sonríe pero inspira confianza, dice que el secreto mayor para vencer al cáncer está en la familia. Sus hermanos le ayudaron a pagar los nueve mil bolivianos para la quimioterapia, una montaña de medicamentos combinados en un cóctel verdoso que le fueron inyectados tres veces en su torrente sanguíneo para matar a las células cancerosas. Perdió toda su cabellera, hasta sus cejas, recién las recupera.
No tenía seguro médico y esa realidad la arrinconó hasta casi perder la esperanza de seguir con vida. El seguro médico del Estado atiende gratuitamente cuando el cáncer se concentra en el útero y cuando éste invade otros órganos se envía al paciente a uno de los pocos oncológicos del país. Quienes no pueden pagar tratamiento mueren irremediablemente. La ayuda de sus tres hermanos, la ternura de sus cuatro hijos y el calor de su mamá de más de 70 años, le devolvieron el aliento y la fe en la vida.
Teresa confiesa su otro secreto: no rendirse ante la tristeza, la depresión y nunca dejarse dominar por la cama, estar siempre de pie. “Levantate de esa cama le he dicho entrando a su cuarto. Estás triste nomás”, dice recordando a Lucía, vecina que hace unas semanas perdió la vida ante el cáncer del útero.
A las 10 de la mañana de una jornada cualquiera prepara una sopa para sus hijos y su mamá en la cocina. Con un cuchillo en una mano y cebollas en la otra está instalada en su pequeño recinto, se mueve entre los vapores del reahogado y la olla de mediodía.Sus labios relatan el testimonio ante un reportero de Radio PIO XII. A esa misma hora atiende su tienda de fruta, abarrotes y cereales que le da de comer el pan de cada día.
Teresa ganó la primera batalla consigo misma, derrotó a su miedo; consiguió su segunda victoria con las visitas permanentes al médico en Llallagua y luego en el Hospital Petrolero de la ciudad de Cochabamba. Su mamá con las polleras desplegadas y una manta bien puesta, con la vista cansada y los brazos apoyados en el bastón, le dice a un reportero que su hija volvió a Cochabamba, a su control médico. María Cristina, vecina de al lado testimonia: “cada vez va al médico, nunca se descuida”.
Arturo Ramírez, ginecólogo especialista en enfermedades de la mujer en el Hospital General Madre Obrera de Llallagua, atiende cuatro cirugías de extirpación del útero al año. “Yo intervengo cuando el cáncer es inicial”, dice aclarando su labor, “pero cuando ya ha afectado a otros órganos y está avanzando ya no”. “No recuerdo, pero si estaba avanzado, le hemos debido mandar a Oruro o Cochabamba”, dice refiriéndose a Teresa.
El cáncer es traicionero y puede reaparecer. Teresa, no descuida sus controles para cerciorarse que el virus no “revivió”. Ella asegura “estaba como muerta pero ¡ahora he resucitado!”.
Cinco a diez minutos de miedo, te pueden matar
¡Todas tenían miedo! ¡Ninguna pudo vencerlo!: tres fallecidas en los últimos cinco años en Uncía, según la enfermera María Gómez del hospital Civil. Una más enterrada en el cementerio de Chayanta en 2016, según la enfermera Dilma Checo. Nueve corrieron ese mismo destino en los últimos ocho años en Llallagua,de acuerdo al recuento de Radio PIO XII. Por miedo, vergüenza y pudor no se tomaron la prueba del Papanicolau y cuando decidieron hacerlo, el cáncer estaba avanzado.
“No tenga miedo, la prueba del Papanicolau dura cinco a 10 minutos”, dice una enfermera en una de las ferias realizadas en Llallagua contra el cáncer de la mujer. Se recomienda hacerlo dos veces al año.
Jorge Papanicolau, médico griego de principios del siglo XX dedicó su vida a investigar el cáncer en el útero. Concluyó que tomando células del cuello de la matriz, en el interior de la vagina, se podía descubrir a tiempo las lesiones cancerosas. Así nació la prueba de Papanicolau.
María Gómez, enfermera del hospital civil de Uncía dice que “dan media vuelta cuando el médico quiere revisarles sus partes íntimas”. Sólo una tercera parte de las mujeres de Bolivia se hace la prueba, según el Fondo de las Naciones Unidas para la Población, UNFPA, en base a la encuesta de salud del año 2008, retrasada y desactualizada. Mujeres que no terminaron escuela, con escasos ingresos, jóvenes, solteras y las que viven en el área rural son las que menos pruebas de Papanicolau se toman de acuerdo a ese reporte. “Por cinco a diez minutos de miedo pueden perder toda una vida”, dice la enfermera Gómez.Según esa misma encuesta, sólo 21 de cada 100 mujeres en edad de tener hijos se hacen la prueba en Potosí.
“Tienen miedo, pero también vergüenza y pudor”, dice Jenny Espejo, médico del centro de salud Madre Obrera de Llallagua. “Tienen miedo a que el médico les diga que tienen cáncer”, afirma esta profesional. “También tienen vergüenza y pudor a que un médico varón les revise sus partes”, señala en su explicación.
Domitila Chungara, dirigente de las mujeres mineras se paró a mitad de la asamblea de mineros en el Norte Potosí en los años 70 del siglo pasado y dijo “nuestro enemigo compañeros no es el imperialismo, nuestro principal enemigo es el miedo”. No lo dijo en relación al cáncer, sino a la lucha obrera, pero estaba claro que ese miedo era generalizado. Domitila murió hace cinco años. En 1984 superó el cáncer del útero y en 1999 el cáncer del seno. El traicionero reapareció en su pulmón y terminó con su vida.
Las muertes por miedo se multiplican: María en la calle Linares, la señora López en Catavi, una enfermera en la calle adyacente a la Topáter, una vendedora de macitas y rellenos en la calle Busch, una oficinista en la calle primero de mayo, una cocinera en la calle Ballivián… Tres muertes según el Servicio de Registro Cívico y los libros de entierro en el cementerio de Llallagua entre 2009-2017. En 2016, una dama retornó de Cochabamba para morir en Chayanta, tenía cáncer del útero. Tres mujeres corrieron el mismo destino en los últimos tres años en Uncía. Ambos municipios ubicados a siete kilómetros y a 20 de Llallagua.
Este año, enfermeras golpean puertas en las calles de la capital potosina, convenciendo a las mujeres para tomarse la prueba de Papanicolau. Carlos Dávila, responsable del programa cáncer cérvico uterino aclara: “estamos llegando al 45% de las mujeres con las pruebas”. Pero en Llallagua en 2015 y 2016 llegaron a 1.200 y 1.600 mujeres, menos del 20% del total que deberían tomarse la prueba. Según Naciones Unidas, 80 de cada 100 mujeres deben tomarse la prueba para disminuir significativamente las muertes por este cáncer.
En un sondeo de opinión realizado por Radio Pío XII en septiembre de 2016 en la plaza central de la ciudad de Llallagua, 10 comerciantes, amas de casa, universitarias, estudiantes de colegio y profesionales respondieron que “hace dos años nomás recién he ido al hospital. Estás bien me han dicho, pero muy tarde nos avisan, a mí me están avisando de más de un año”; “no, todavía no he ido pero voy a ir”; “me han dicho que tengo que ir, pero todavía no estoy yendo”; “nunca he ido pero estoy bien”.
Las afectadas pueden someterse a cirugía de extirpación del útero y el tratamiento con frío, disminuyendo la temperatura al máximo en la parte lesionada por el cáncer y descamándola hasta su “mejoramiento”.
Muchos hijos, múltiples parejas sexuales, vida sexual a muy temprana edad, no curar a tiempo las infecciones vaginales, desnutrición y bajas defensas son riesgos que pueden llevar a las mujeres a terminar con un cáncer en el cuello de la matriz, según los médicos Jenny Espejo y Arturo Ramírez y según los manuales de medicina. El virus del papiloma humano, causante del cáncer, se contrae en las relaciones sexuales.
“¡Ya me han vacunado!, ¡ahora te toca mami!», desafía una niña a su mamá que no se tomó el Papanicolau
“Primero voy a saludar, después voy a almorzar y cuando termine voy a mostrarle mi carnet y le voy a decir ya me han vacunado, ahora te toca mami”, testimonia una de las 50 niñas vacunadas contra el cáncer del cuello del útero en el municipio de Uncía, norte Potosí.
A las 10 de la mañana del 10 de mayo del 2017, medio centenar de niñas se quitaron la manga de sus guardapolvos descubriendo el hombro de su brazo izquierdo para someterse a la aguja en el colegio Rafael Bustillo de Uncía. Algunas cerraron los ojos, otras lanzaron quejidos y algunas envalentonadas aguantaron cuando la jeringa se enterraba en su piel inyectándoles el gardasil, la primera dosis de una vacuna que promete salvarlas del virus del papiloma humano durante unos 10 años.
Con las caritas dominadas por la sorpresa y el miedo, y los ojitos mirando la grabadora del reportero de Radio Pío XII, aceptaron contar su experiencia. Hicieron un pedido urgente para que sus mamás no tengan miedo al control del Papanicolau. Ellas vencieron el miedo a la vacuna. En octubre de este año se someterán a la segunda dosis de gardasil.
“Vacunamos a niñas de 10, 11 y 12 años porque ellas no han tenido relaciones sexuales”, dice el médico David Choquetijlla, jefe del programa de vacunas en Potosí. Luego aclara: “no estamos diciendo que las niñas y adolescentes de 13, 14 años ya tienen relaciones sexuales, pero a esas edades garantizaremos que no tendrán el cáncer por unos 10 años”.
Según la ministra de Salud, Ariana Campero, 300 mil niñas de 10, 11 y 12 años reciben la vacuna. 26 mil en Potosí, según David Choquetijlla del programa de vacunas de este departamento.
Las niñas, al terminar la aplicación de la vacuna, levantaron sus carnets que prueban que recibieron su primera dosis anticáncer. Sentadas y con el brazo en alto gritan a coro cuando la enfermera María Gómez les pregunta: ¿Qué les van a decir a sus mamás cuando vayan a sus casas?… ¡Que se hagan el Papanicolau!, responden.
“Sí, yo tengo que ser ejemplo”, dijo una de las damas que miraba a su hija ya vacunada en el enorme salón de reuniones del colegio Rafael Bustillo de Uncía. Otra de las mamás explicó que sí había tenido miedo, “pero como era mi vida, entonces ya no he tenido miedo”.
Las hijas y las mamás contra el cáncer ¿y los hombres?
“También son portadores del virus del papiloma humano…es importante la fidelidad a la pareja”, explica la médico Jenny Espejo, del centro de salud Madre Obrera. Otro médico aconseja utilizar el condón en toda relación sexual. “No, no sabía…recién me estoy enterando…Sí, yo ya me he informado…Tenemos que asearnos bien ¿no?”, dice un grupo de varones entrevistados en las calles por Radio Pío XII el 20 de mayo de 2017 cuando se les pregunta si conocen que pueden contagiar el virus a sus parejas en las relaciones sexuales.
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