El Fondo Concursable para Investigación Periodística sobre el Empleo Juvenil en Bolivia es una iniciativa de la Fundación para el Periodismo y Solidar-Suiza que, por segundo año consecutivo, publicó la separata “Prioridad” y fue distribuido junto al periódico Página Siete. Los reportajes que se presentan fueron seleccionados por su calidad y rigurosidad periodística en el marco del programa. Sus autores recibieron una beca para estimular su realización.
Karen Gil
Eugenia Condori Chura viste como ayer: chompa delgada blanca, falda floreada celeste, tipo pollera, y sombrero pescador de jean. Calza su único par de zapatos y no acostumbra a usar calcetines. En su espalda carga a Daniela, su hija de año y medio, quien duerme envuelta en un colorido aguayo. Buena falta le hace dormir, por la fiebre de anoche apenas concilió el sueño en la madrugada cuando su mamá le bañó el cuello con su orín, antiguo remedio casero.
Son las 10:30 de la mañana de un martes de septiembre de 2015. Mientras subimos por la avenida principal de Jupapina, barrio de la zona sur de La Paz, Eugenia confía que esta vez su suerte cambiará y conseguirá trabajo con sueldo fijo que le permita contar con una casa. Trabajo que busca desde que migró de Pajchani Grande, comunidad aymara del municipio de Achacachi, a la ciudad de El Alto hace más de dos semanas.
Según el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (CEDLA), el desempleo femenino en El Alto llega a 19,6%, cifra superior a la de los hombres que es de 13.1%. Asimismo, señala que la población juvenil accede mayormente a empleos precarios y afirma un incremento de 22% en 2001 a 51% en 2011 de empleos precarios extremos, que afecta principalmente a las mujeres: 65 de cada 100 trabajan en esas condiciones.
El calor asciende a los 18 grados y no hay sombra dónde cubrirse; a pesar de ello, y al peso de su hija, Eugenia camina rápido. Su objetivo es trabajar en algunas de las chacras de río abajo y al menos ganar 60 bolivianos, poco más de ocho dólares, al día.
Es la primera vez que Eugenia viene a Jupapina, barrio recién urbanizado y, esencialmente, agrícola. Al ver los cerros de su izquierda asegura que hallará empleo que la acepte con su bebé y que incluya un cuarto para vivir. Así trabajó su papá algún tiempo acá.
Eugenia dejó hace dos horas y media el alojamiento ubicado en la Ceja de El Alto donde pasó la noche. No desayunó por ahorrar el poco dinero ganado en trabajos ocasionales, aunque requiera buena alimentación pues aún amamanta a Daniela, quien está desnutrida.
Tras dos cuadras recorridas, llegamos a una tienda de plantines. Eugenia con timidez pregunta a un joven por empleo. Él le dice que su suegra tal vez requiera gente para laborar en su chacra más adelante. Le pide un número de contacto; ella le dicta y se despide.
La esperanza retorna a su mente, la deja callada un minuto y le hace caminar aún más aprisa. Esa misma esperanza con la que partió hace tres domingos de su pueblo para buscar empleo en la urbe como trabajadora del hogar con un pago de al menos 1.500 bolivianos, monto menor a un salario mínimo.
Aquel día viajó con 500 bolivianos, una bolsa grande con poca ropa para ella y su hija; olvidó el biberón de Daniela por la premura de salir de su casa, de la cual —dice— quería huir.
Continuamos con la caminata y, ahora, Eugenia pregunta a una señora sentada en la acera, quien la ve con desconfianza y le dice: “como tienes wawa es difícil que encuentres”. Entonces, Eugenia le consulta por Regina o Claudia, mujeres con las que trabajaba su papá. Recién, la señora le explica que Claudia vive cuatro cuadras arriba y que busca personal.
Seguimos las indicaciones y una delgada franja de sombra atrae a Eugenia, quien cruza al frente para refrescarse un poco. Sus mejillas morenas y rajadas están coloradas. Ese rubor en su rostro me recuerda que tiene 18 años. A veces me parece adulta, tal vez sea por la apariencia que le da su cuerpo grueso o la seriedad con la que habla o la responsabilidad que carga al ser madre soltera o todos los aspectos juntos.
***
Pocas veces tengo presente su edad, la primera vez fue cuando estábamos sentadas en la plaza Juana Azurduy de Padilla de El Alto, tras comprar, con 24 bolivianos, la información de seis ofertas laborales en agencias comerciales. Con nervios propios de su edad inició las llamadas.
El estudio “Migración y Educación” del Programa de Investigación Estratégica (PIEB) señala que llegan con mayor frecuencia a las urbes personas jóvenes y mujeres indígenas, cuya lengua madre es originaria. Precisamente Eugenia es aymara y habla castellano con cierta dificultad. Este último aspecto influyó para que no tenga éxito en el primer intento.
— Buenas tardes, llamo por el trabajo— dijo.
— ¿Para embolsar CDs?— contestó una mujer.
— Sí.
— Es para señoritas.
— Señora yo tengo mi wawita.
— Los bebés lloran mucho, no dejan trabajar.
— ¡Ah! ya señora. Gracias.
Al colgar la llamada, Daniela —sentada en las piernas de Eugenia— se inquietó y lloró.
— Ves así dicen: ‘los bebes lloran’–, le reclamó mientras la tranquilizaba. Minutos más tarde la niña se entretuvo con la bolsa de chizitos, su comida alterna a la leche materna.
En el resto de los empleos no tuvo suerte. Por la tarde, recorrió algunas calles de Villa Dolores. En una tienda de cotillones consultó sobre el aviso de vendedora. El dueño la vio de los pies a la cabeza y luego le preguntó su edad. Apenas escuchó la respuesta, le dijo: “No, eres muy mayor, más joven estoy buscando para manejar esto”.
Era su quinto día que dormía en alojamientos de El Alto y aún no había ganado dinero. De sus 500 bolivianos, le restaban 60 y era poco probable que consiga trabajo el fin de semana.
Por ello, al finalizar la tarde, llegamos a la Dirección de Asuntos Generacionales del Gobierno Autónomo Municipal de El Alto (GAMEA), para preguntar por algún albergue. La titular de esta repartición y la directora de Género nos explicaron que los únicos albergues municipales son los itinerantes para personas en situación de calle y que es peligroso llevarla ahí. Sin embargo, gestionaron para que el hogar Munasim Kullakita —que acoge a jóvenes víctimas de violencia sexual comercial y maltrato— la cobije el fin de semana.
Así fue que durante dos días se despreocupó de los gastos de dinero y compartió con chicas de su edad. Al menos ese fin de semana volvió a vivir su adolescencia, pero esta mañana nuevamente actúa como adulta.
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Sin darme cuenta, subimos tres cuadras de Jupapina. En la esquina está Flora —una mujer de unos 40 años— con quien caminamos y afirma que conoce al papá de Eugenia.
— Creo que está trabajando en una de las chacras de Claudia—, nos comenta.
— Ahí no quiero trabajar. No me llevo bien con mi papá por eso me he venido de mi pueblo. Mi mamá es mala— responde asustada, como si la niña escondida emergiera de su interior.
Llegamos al frente de la casa señalada. Flora entra a la escuela y nosotras cruzamos. Tocamos la puerta varias veces pero nadie abre.
Mientras Eugenia me comenta que cuando su hermano de 15 años trabajó en las plantaciones, su jornada laboral era de 10 horas, Flora se acerca con una amiga suya. Ambas, preocupadas por Eugenia, le recomiendan buscar, tres cuadras más abajo, a doña Vilma que necesita empleados. Se despiden y emprendemos el descenso.
Llegamos a la casa indicada, que está al lado de una carnicería. Eugenia toca la puerta sin éxito. Entonces, pregunta a la carnicera por algún trabajo. Ésta le aconseja bajar a la altura del río Irpavi porque todos los agricultores están allá.
Eugenia se sienta en una pequeña tarima afuera de la carnicería, descarga a Daniela, aún dormida, y la sostiene con sus brazos.
¿Ahora qué quieres hacer? —le pregunto—. Se queda en silencio y con la mirada perdida. De pronto, su rostro es invadido por una amargura que hasta ahora no había visto en ella.
Tal vez piensa que su última oportunidad está por fracasar. Quizás recuerda todos los rechazos o las dos veces que esperó sin éxito por casi dos horas a una señora que buscaba una trabajadora del hogar y que Eugenia confiaba que la contrataría.
Tras una ruidosa exhalación de aire, Eugenia dice: “vamos al río”. Se para y abordamos un minibús. Ya adentro, Eugenia intenta tranquilizarse, pero su mirada nerviosa la traiciona.
Ese nerviosismo es el mismo con el que se instaló la noche del pasado martes en la casa de don Juan Luque, hombre aymara de unos 50 años, quien la contrató como vendedora ambulante de gomitas, unas golosinas a base de gelatina y huevo.
Tardó en aceptar ese empleo porque si bien la admitía con su hija e incluía casa y comida, dormiría en el mismo cuarto de don Juan, quien vivía solo, y no ofrecía salario fijo sino un porcentaje diario del 25%, que oscilaba entre 20 y 60 bolivianos.
Al final aceptó porque no tenía otra oportunidad. Su realidad es similar a la del resto de los migrantes —como se señala en el estudio “Efectos de la migración: rural-urbana” de Eduardo Valencia—: de 100 de ellos en busca de empleo, 40 se incorporan a actividades informales, 58 al sector de construcción y sólo dos hallan trabajo formal.
Su labor iniciaba a las siete y media de la mañana y consistía en caminar, empujando el carro tipo carretilla, unas dos horas de su casa a los puntos de venta y vender en el día. A Eugenia el viaje le era eterno por el peso de su hija. Por ello llegó exhausta al domingo.
— He fracasado, 170 bolivianos no más he ganado—, me dijo sobre su paga de cuatro días.
Esa jornada apenas vendió un valor de 60 bolivianos de los cuales 20 fueron para ella. Ese día, al igual que el anterior, don Juan le dio más del 25%. Aun así, lo ganado era poco por eso renunció. Además, no se sentía cómoda al compartir el mismo cuarto con un hombre extraño, pese a que don Juan siempre fue respetuoso e inclusive le regaló un biberón para Daniela y un celular usado. Pero para sentirse segura, ayer retornó a su búsqueda.
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Llegamos al puente de Lipari, donde —nos indican— debemos bajar. Ya en la calle, vamos en dirección contraria al río y frente a nosotras se extienden varias hectáreas verdes.
En la primera chacra están Marco y Gloria, quienes explican a Eugenia que alquilan el terreno a productores, que son los que contratan gente. Sin embargo, dicen que ellos requieren una empleada doméstica.
Gloria le detalla el empleo, pero Marco expresa su preocupación de que Eugenia no tenga parientes en El Alto que sean sus garantes. Le sugiere buscar trabajo acá y le dice que si no encuentra le llame. Intercambian números telefónicos y se despiden.
La sonrisa retorna al rostro de Eugenia. Ahora pregunta en una chacra de perejil, donde una mujer dice que no necesita personal pero en el terreno contiguo sí.
Llegamos al inicio de la chacra de flores donde un niño de dos años juega con un automóvil de juguete. Adentro, doña Mery y la mamá del niño sacan las malas hierbas entre las aleluyas.
— Buenas tardes, estoy buscando trabajo— dice fuerte Eugenia.
— Entrate pues, pero pata pila— le contesta doña Mery y se ríe. Deja su labor y se acerca.
Nos saluda y le pregunta a Eugenia de dónde es y qué experiencia tiene. Ella le contesta con palabras cortas. Doña Mery le dice que necesita ayuda tres días para desyerbar y recoger las flores. Le indica que puede empezar ahora mismo y que hoy sólo le pagará media jornada del honorario diario que es de 50 bolivianos.
— Pero nos dijeron 60—, le digo.
— Sí, al que sabe 60, al que no sabe 50. A medio día más atendemos (con comida). Cuando aprenda ya puede ganar eso, pero su wawita también puede llorar— contesta. Además ofrece alojarla en su casa.
— Ya. Está bien— dice Eugenia. Con prisa tiende el aguayo en la tierra a la sombra de un sauce llorón que bordea el río y deja sentada a su hija. Se saca sus zapatos e ingresa al medio de las flores. Daniela intenta llorar pero se distrae con el auto de juguete.
Eugenia saca con la picota las matas mientras conversa en aymara con las señoras que se ofrecen a presentarla a otras agricultoras. Ahora su rostro está sereno quizás sea por la energía y el color de las flores que la rodean o porque está entre mujeres o saber que al menos por tres días tendrá un sueldo fijo o por todos los aspectos juntos.